Pido la paz y la palabra
Más que nunca resuenan ahora los versos de Blas de Otero escritos
hace ya casi medio siglo: "Pido la paz y la palabra./ Escribo en
defensa del reino/ del hombre y su justicia...". Muerto el poeta
(1978) veintitrés años después de escribir estos
versos, siguen vivas sus palabras, como siguen vivas las situaciones
que arrancaron a Bertold Brecht el siguiente poema de posguerra:
"Los de arriba dicen: la paz y la guerra/ son de naturaleza distinta./
Pero su paz y su guerra/ son como viento y tormenta./ La guerra nace
de su paz/ como el hijo de la madre./ Tiene/ sus mismos rasgos terribles./
Su guerra mata/ lo que sobrevive a su paz".
Y es que las palabras tienen la virtud de sobrevivir al tiempo en el
corazón y en la memoria, cuando son portadoras de indignación
y de sueños, de denuncia y aspiración, de verdad y de
vida. Y sobreviven a la maraña de desinformación, eslóganes
y manipulaciones del lenguaje.
Las palabras pueden dar vida y pueden matar. Y esta afirmación
no es una metáfora poética. En casi todas las tradiciones
culturales y en casi todos los mitos sobre el origen del universo, existe
la palabra creadora. Las cosas son cuando se las nombra. El "hágase
la luz y la luz se hizo" del Génesis revela la fuerza de
la palabra y el origen numinoso, cuasi-divino de cualquier lengua. Antes
de la Caída, sobre la que casi todas las culturas tienen su versión,
el ser humano podía comunicar con Dios, con la naturaleza. Después,
viene el intento de construir la Torre de Babel y la aparición
de las lenguas, no como puente de comunicación, sino como abismos
de incomunicación entre tribus, clanes, pueblos y naciones. Las
lenguas ocultan más de lo que intentan transmitir. Pensemos en
las lenguas sagradas, que estaban vedadas al vulgo; en las lenguas de
las castas sacerdotales, en los lenguajes propios de la aristocracia,
de los profesionales de cada rama del saber con sus términos
ininteligibles para los profanos, en los localismos de cada pueblo,
en los argots de cada tribu urbana...
A esta multiplicación de lenguajes dentro de una misma lengua,
se añade el vaciamiento progresivo del sentido de las palabras
y su actual manipulación: "democracia" y "justicia"
no son hoy lo que significaban en su origen. "Emigrante ilegal"
tiene la connotación de "delincuente", cuando en realidad
se trata de alguien que busca una mejor vida en otro país, pero
no tiene los papeles en regla y, por tanto, ha cometido una infracción
administrativa, no un delito tipificado en el Código penal. "Daño
colateral" es un eufemismo para no decir "muertos y destrucciones
no intencionados, pero previstos y asumidos en el cálculo de
probabilidades". "Activas gestiones diplomáticas",
fuera del contexto político, serían simplemente coacciones,
amenazas, promesas y transacciones comerciales. "Terrorismo internacional"
es una creación política y policial, pues como bien ha
escrito el académico de la Lengua, Claudio Guillén, "no
es más que una idea o una construcción intelectual de
lo que en sí es una yuxtaposición de modos de acción
destructiva inconexos, reunidos tal vez por unas causas en las que muy
poco se profundiza... [y] no puede ser objeto de una guerra, puesto
que carece de existencia concreta, a no ser que intervenga también
a escala mundial otra clase de subversión: la del lenguaje reducido
al formato del breve eslogan publicitario... ". Y podrían
multiplicarse los ejemplos hasta el infinito.
Esta subversión del lenguaje se hace más obvia en los
campos de la política, la publicidad y los programas televisivos
de ocio (que podrían denominarse más bien programas de
adormecimiento y perversión de las conciencias). Y se alimenta
de la falta de información y de reflexión. Los telediarios
y los noticieros radiofónicos ocultan más de lo que transmiten
y lo que transmiten lo hacen de forma reiterativa e hipnótica,
hasta que televidentes y oyentes llegan a pensar que la realidad es
sólo lo que han visto y oído. La prensa amplía
algo la información, pero mantiene determinadas auto censuras
dictadas por los intereses de los grandes grupos económicos a
los que pertenecen.
Con tan pocos datos, es necesario hacer un costoso esfuerzo para reflexionar.
Y la reflexión exige un poco de silencio para comprender lo que
pasa a nuestro alrededor. Y no es lo mismo saber que comprender. Como
afirma el Premio Nobel alternativo de Economía Manfred Max-Neef,
lo que sabemos puede generar un discurso, pero lo que comprendemos genera
una actitud. Y son las actitudes y no los discursos las que cambian
el mundo.
La navegación por internet en búsqueda de datos y de reflexiones
suele hacerse en el silencio de la intimidad y la privacidad y, aunque
sean relativamente muy pocas personas las que tienen esta posibilidad,
tal vez dé pie esta nueva tecnología a un nuevo tipo de
democracia y se convierta en el principal enemigo del sistema que oculta
la verdad y manipula la palabra. Tal vez sea éste el único
medio que el Gran Hermano no ha podido todavía controlar. Bueno,
casi el único: quedan las calles.
En la Grecia clásica se hacía política en el ágora,
en la plaza pública. Ésta era el centro de la vida política.
Han pasado muchos siglos y las calles y plazas de todo el mundo vuelven
a ser el espacio público que las gentes de a pie retoman para
devolver a la palabra "demo-cracia" su sentido original: el
gobierno del pueblo. No es suficiente con delegar el voto cada cuatro
años para saber si se han cumplido o no unos vagos programas
y promesas electorales; no es necesario esperar cuatro años para
expresar lo que sentimos en asuntos tan importantes como la vida y la
muerte, la guerra y la paz, la verdadera seguridad que nace de la justicia
y la inseguridad que nace de la explotación y de la mentira.
La mayoría de las personas que acuden a terapia no están
trastornadas. Simplemente perdieron hace tiempo la capacidad de la palabra,
de la palabra creadora que puede modificar su vida y su entorno, porque
se creyeron el relato de sus vidas y del mundo que la familia y el entorno
social les impusieron. Necesitan recuperar la palabra sanadora, esa
por la que "una rosa es una rosa es una rosa" y no un sucedáneo
de plástico aromatizado, y la paz interior es la armonía
entre uno y el entorno y no el comulgar con ruedas de molino. Es necesario
recuperar esa palabra creadora que modifica la realidad, como cuando
una pareja pronuncia el "sí, quiero", o cuando un objetor
de conciencia dice "no, no empuñaré vuestras armas",
o un consumidor decide: "ni un euro de gasolina para la multinacional
Esso".
Y es aquí donde podemos reapropiarnos de la palabra y utilizarla
como escudos de paz, volviendo, con esperanza, a los versos que Blas
de Otero escribiera desde la nostalgia del exilio:
Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tuve, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Alfonso Colodrón